Una mujer camina por la ciudad destruida. Los tacones de sus zapatos resuenan en la acera polvorienta. La mujer pasa por ruinas, ladrillos abandonados y pilas de ceniza. Todo es gris o negro. Pero no la mujer. Su vestido delicado emite un aura festiva, los cabellos rubios están bien arreglados y sus ojos resplandecen de alegría. Ella sabe que la guerra ha terminado.
La mujer cruza una calle llena de agujeros, sus pasos se aceleran. El rápido eco de los tacones. Allí está lo que queda de la estación. Los niños vuelven del campo, los hombres del frente. Él regresará también. Ella lo sabe. La estación está llena, otras mujeres, niños y niñas, gritando, riendo y llorando. Hablando y esperando a sus padres, hermanos, hijos, maridos, prometidos y novios. Llega un tren dañado, resollando y echando vapor. De repente, el vestíbulo se vuelve aún más caótico y ruidoso, en el aire se mezclan la felicidad, el luto, la esperanza y la certeza.
¿Dónde está? Ella sabe que él está allí, detrás de alguna espalda, detrás de alguna cara desconocida, ella lo sabe.
La mujer se da la vuelta, demasiadas personas la rodean, no puede ver.
– ¡Allí!
Ha retornado. Ella lo sabía. La guerra ha terminado. Los dos huyen de la estación abarrotada de gente. La mujer baila en la calle perforada, con su mano se ha colgado del brazo del hombre. La mujer salta y salta de felicidad. Una bomba, dormida bajo el adoquinado, se despierta con el ruido de los tacones que golpetean el pavimiento destruido. La bomba no sabe que la guerra ha terminado. Para ella, la guerra no tiene fin. De pronto, una explosión violenta destroza a la calle. Sin piedad un mar de llamas devora las ruinas, los tacones y a un hombre y a una mujer.
Text: Viktoria Rossi